Joseph Cáceres

¡Carajo, cuánta grandeza deportiva!

Por Orlando Holguín

Cuando nuestros atletas ganan una medalla de cualquier categoría, en alguna de las grandes celebraciones deportivas internacionales, nos alegramos, lo celebramos, los recibimos con algarabía y les damos las gracias con la sonada y gastada frase “poner en alto el nombre de República Dominicana”. 

Pero pienso que deberíamos llegar más allá, pues no resulta fácil para nuestros muchachos competir frente a grandes naciones, en las que el desarrollo no lo ha traído una tortuga milenaria encima de su concha. Los atletas de esos países llevan muchas ventajas sobre los nuestros debido a diversas razones. Porque allí existe una estratégica y bien diseñada política deportiva, pero en los que (salvo algunos casos) no utilizan el deporte para sacar provecho político. 

Son naciones donde los atletas no corren descalzos y sí habrá algunos que lo harán con tenis de reconocidas marcas que muchas veces son patrocinadores. Son países donde los centros y las instalaciones deportivas reciben mantenimiento, son recintos sagrados y difícilmente sean abandonados a su suerte. 

Allá una gimnasta no debe buscar un colchón para dar un gran salto. En esas tierras un desayuno escolar no es tomado como un logro político y social del gobierno X, del partido Y. Allí quizás el deportista no sabe lo que es montarse en un carro del transporte público para trasladarse, ni mucho menos tenga que caminar algunos kilómetros. 

Naciones donde los deportistas no necesariamente son despedidos por el presidente y luego recibidos por él para sacar provecho político a su  entrega y logro, en los cuales no tuvo precisamente todo el apoyo del gobierno de turno. 

Estados donde el ministro de deportes no está en ese puesto porque es miembro del partido gobernante y hay que buscarle una posición, no importa que no sepa un carajo sobre deportes, y que de paso sea físico nuclear. Territorios donde se invierte en el ámbito deportivo lo mismo o más que en cualquier otra área.  

Pueblos donde el deportista no vive parte atrás, quizás hacinado y careciendo de las necesidades básica. Donde un deportista quizás no tiene que trasladarse a otros país para practicar en instalaciones verdaderamente  diseñadas y mantenidas para que él se desarrolle y crezca. Donde las instalaciones deportivas no son tomadas mayormente  para eventos artísticos y actos políticos, como si hubieran sido construidos para estos fines. 

En fin, cuando una Yamilet Peña, un Luguelín Santos, una Cándida Vásquez, un Gabriel Mercedes o cualquier otro deportista gana una presea, compitiendo con jóvenes que provienen de grandes potencias o de países muy avanzados, atletas que no conocen el plátano, el salami, la pica pica,  formados y cuidados como gemas, rubíes y diamantes, contrincantes que, no solo tienen las tres calientes seguras, sino que disfrutan de un sistema de salud muy sofisticado y en el que se incluye la vigilancia por parte de médicos especialistas que contribuyen en su preparación, competidores  que cuando se retiren quizás no tendrán que vivir de la caridad pública, ni matricularse en un partido político o ser parte de un gobierno para subsistir o vivir dignamente, tampoco esperar un apartamento de parte del estado para lograr un techo propio, entonces es más loable el triunfo. 

Luego de todo lo anteriormente mencionado, cuando uno de los nuestros sube al pódium a recibir cualquiera de los tres metales, hay que gritar, exclamar, vocear a todo pulmón: ¡Carajo, cuánta grandeza! Si en vez del “carajo”, y luego de la medalla de oro obtenida por Luguelín, quien en su camino a la gloria corría descalzo en su pueblo,  usted decide incluir un “San Antonio” al inicio de esta frase, es una decisión que apoyamos.