martes, 20 de diciembre de 2011


Proyecto lesbiana
Por Daniel Díaz
Descartada ya la realidad práctica del sentimiento, ahora que jugamos al amor platónico, os recomiendo una lesbiana. No habrá celos, que es la parte mala del asunto. La esencia de los celos está, precisamente, en la comparación. 
¿Qué tendrá ESE que no tenga yo? Los ataques de celos son punzadas en la base del ego y aquí, en este caso, no hay ego que valga. Si te enamoras de una lesbiana no te podrás comparar con una mujer, por muy varonil que sea. 
Siempre habrá un abismo genital entre ambos. Si Ana, el amor platónico que ayer conocí en mi taxi, mantiene una relación con otra mujer, será porque forma parte de su naturaleza. Me descartará no por mi falta de cualidades, sino porque simplemente no le atraen los hombres. De este modo, mi ego se mantendrá intacto y lo nuestro será imposible (como siempre ha sido) pero por culpa de nadie. Como concepto teórico no está mal. Pasemos a la práctica.
Llamé a Ana y me citó en su estudio a última hora de la tarde. Era una casa de techos altos en pleno barrio de Chueca, un ajado tercer piso sin ascensor. Ahí trabajaba pero también vivía, o al menos vi una cocina y una habitación con una cama de matrimonio y dos mesillas. El salón principal parecía, nunca mejor dicho, un cajón de sastre: varias máquinas de coser, maniquíes y mesas con telas desplegadas formaban una suerte de Tetris intransitable.
Tras enseñarme la casa, me ofreció una cerveza y nos sentamos en un sillón vintage. Ana llevaba una camiseta blanca, muy abierta y sin sostén. Sus pechos se me antojaron pequeños y firmes, y sus pezones parecían mensajes en braille de la misma camiseta. También lucía una falda corta de tela, sin medias (hacía calor) y al final de sus suaves y bronceadas piernas, unas All Star azules, desgastadas. Así dispuesta, recostada en el sofá y con el filo de su falda al límite de lo indecente, parecía una ninfa de extrarradio: preciosa, cercana, casual e irresistible.
Estuvimos hablando durante cinco o seis cervezas de su trabajo, su vida y viceversa. Incidió en lo mucho que había influido su condición de lesbiana en sus diseños.
En esto, se levantó del sillón y tirando de mí me soltó:
- Hagamos algo. Desnúdate.
- ¿Qué?
- Tranquilo. No voy a violarte. Desnúdate. Ahora vengo.
Sin apenas entender nada, comencé a desnudarme y entonces ella llegó con un vestido de mujer en la mano. El vestido parecía a medio hacer, aún con las guías de las costuras a la vista. Me ayudó a ponérmelo y comenzó a ajustarme con alfileres la zona del pecho y las caderas. Se arrodilló ante mí para meterme el bajo y, con su rostro a escasos centímetros de mi entrepierna, separada su boca de mí por la fina tela (podía notar el calor de su respiración), me dijo:
- ¿Has vivido alguna vez situación más sensual que ésta?
Antes de que pudiera decir nada, me tocó de lleno mi cada vez más abultado paquete y me dijo:
- Déjalo. No hace falta que contestes.
Y ahí quedó la cosa. Bueno, ahí no. Después de eso me regaló el vestido:
- Para que se lo ponga tu chica y te acuerdes de mí.
También me cedió un espacio al fondo su estudio para que viniera a escribir cuando quisiera.
- Tal vez te inspire escribir mientras me ves trabajando.
Y me marché de ahí borracho y excitado. Extasiado y confuso a partes iguales. Sois muy raras.


1 comentario:

  1. A ver si vuelves y cuenta la historia porque a verdad que no se te endiende, querido (a?) daniel (a).

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