Joseph Cáceres

Es difícil que Don Omar u otro de los artistas que por razones puramente mercadológicas o coyunturales, de un tiempo a esta parte son los reconocidos con el premio de mayor arraigo en la República dominicana, asuman ese paso como un punto importante en sus portafolios o biografías.

A fin de cuentas, Don Omar, como exponente de los géneros urbanos no se visualiza como una oferta circunscripta a los mercados que tradicionalmente confluyen entre cantantes y agrupaciones nativas de Puerto Rico, Cuba, Dominicana, Venezuela, Colombia, y que además de esos mismos lugares se extiende a Estados Unidos.

Hay un afán por “internacionalizar” la premiación dominicana, y ese propósito se ejercita una apertura y flexibilidad que cae abiertamente en el esnobismo en el “complejo de Guacanagarix”.

Más bien,  él y otros raperos, lo mismo que Shakira, Mark Anthony, Luis Fonsi, Juanes, entre otros, se asumen como propuestas para el ámbito mundial, no limitadamente caribeño.

Entonces, con esa premisa, se comprende perfectamente que no solo Don Omar, Diego Torres y otros que Acroarte ha querido distinguir, antes con un Casandra, y ahora con un Soberano internacional, ni siquiera salvaguarden la tenencia de esta estatuilla.

Muy diferente a lo acontecido en los casos de salseros de incidencia regional, como Oscar de León y Gilberto Santarrosa, y baladistas con tradición de presencia en el país, y que hasta han residido aquí, tales como Danny Rivera, Sophy, Danny Daniel, entre otros.

Paradójicamente  cuando el Salsero Mayor, Oscar de León, fue homenajeado en el desaparecido Casandra, su comparecencia fue atropellada por el conductor de la ocasión, Don Freddy Ginebra, quien cortó sus palabras de gracias de manera abrupta.

Si los homenajes de Acroarte a artistas que buscan, ellos o sus o sus contratantes, esa plataforma para promover futuras giras en el país, han devaluado el renglón, lo mismo debe decirse de los segmentos del  espectáculo protagonizado por esas figuras de fuera.

Y es que para un artista de proyección internacional es poco lo que puede representar una presentación en la premiación dominicana, por más que se transmita a públicos de otros países, ya que esos conglomerados sobre todo lo integran criollos de la diáspora.

En cambio, cuando la escena del Casandra estuvo reservada a los criollos, la expectativa que se creaba era enorme en torno a las sorpresas que podría traer el espectáculo

Se fomentaron entre el público, la crítica y la crónica de arte, niveles de exigencia rigurosos y casi al extremo, en el sentido de que los artistas del Casandra tenían que romper moldes para justificar su inclusión en la producción.

Todavía recuerdo y me impacta la actuación de la inmensa  Maridalia Hernández acompañada  al piano por Michael Camilo, que entonces dominaba los ambientes del Jazz internacional, con una interpretación  sobrecogedora de la pieza Caribe, de la autoría del pianista dominicano.

Y lo mismo podemos decir la conjunción de Niní Cáffaro, Luchy Vicioso, Fernando Casado y creo que Cecilia García, en homenaje a Rafael Solano, cuando dijeron que entre los exponentes de esa generación artística nunca hubo “ni un sí, ni un no”.

Una conmoción produjo también la irrupción sorprende de un Juan Luis Guerra gozoso y bailador mientras cantaba El Farolito al ritmo de “El Baby” Francisco Ulloa.

Con sinceridad creo que esa magia lograda mediante el desarrollo de criterios de producción fuera de serie para artistas dominicanos, es irrealizable con exponentes internacionales, ya que simplemente esas figuras no tienen manera de dejarse envolver por esa mística.