lunes, 25 de noviembre de 2013


Por Juan Colón
Hacer música del alma, sin esperar que sea aprobada, sin buscar prebendas de nadie, sin que la tensión llegue al alma y al espíritu, que no entorpezca la libre expresión así sea de una sola nota.
Soplar con la certeza de que lo haces por el amor a tu notas, que viven en el alma, sin el temor de las críticas, sin el temor a la competencia despiadada, del que vive al acecho de donde fallaste para ser implacable contigo.
Soplar como el viento, sin saber de dónde salió, tampoco a dónde vas, solo saber que hay un soplo del alma, que está en cada expresión y sin importar si tocar debajo de una mata de mangos o en el más lujoso e importante teatro del mundo, satisface el alma, es llenarla de bienestar por lo que haces con amor y libertad desde tu ser.
Cada día, pedirle al Creador que mi soplo sea escuchado por todos los que entienden mi sentir, y todos los que han percibido que vibramos en la misma frecuencia, que podamos entender que existe un solo sonido, un solo sentir, un solo gemir y una sola orquesta.
Es dejar que la expresión se haga canto al oído con un saxo de diez pesos o de 500 pesos, que la calidad del sonido no esté ligada al precio, porque cuando sale del alma no existe valor, solo amor verdadero, simple, lleno de las verdades que todo lo sublimizan son los que nos dejan sus huellas imborrables en nuestro ser.
En Brasil vi a un músico tocar grandes bossa novas de Carlos Jobin y me senté a su lado sin decir una palabra hasta que terminó de tocar unas cinco o seis piezas; entonces me miró y  preguntó: ¿Por qué te gusta si no eres brasileiro?. Contesté, porque siento que en cada nota, acorde, existe la esencia del ser, del músico, de la idiosincrasia de tu pueblo, del sentir de la melancolía que los arropa.
Empezó a tocar acordes de nuevo, hablamos, y terminamos en una cafetería desayunando, al terminar me dijo: “ahora déjame seguir tocando, no me interrumpas”, me dio media sonrisa y se fue al mismo lugar que había estado tocando.
Mientras regresaba en el vuelo, recordé cada detalle del guitarrista, palabra, gesto, y sentí envidia porque él era libre para expresarse en cambio yo no lo era.
Había volado miles de millas para ir a tocar un concierto de una música ya hecha, elaborada, aceptada, y pagada para que sonara como se quería.
A partir de ese día nació en mí el deseo de poder un día hacer música sin buscar nada más que dejar salir el músico y el niño que vive en mí, finalmente el invierno ha comenzado.

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