Cine de autor contra cine de productor
No ha sido censura, sino un mero cumplimiento de contrato. Pero el daño artístico ha sido terrible. Welcome to New York ilustra el aberrante mundo en que vivía Dominique Strauss-Kahn, expresidente del Fondo Monetario Internacional, cuando en 2011 fue acusado por la camarera Nafissatou Diallo de haberla violado en un hotel de Nueva York —caso resuelto con un arreglo extrajudicial—. Abel Ferrara, su director, puso a Gérard Depardieu a encarnar a un personaje abyecto en pantalla, y estrenó el filme en el festival de Cannes, dejando clara en cada fotograma su opinión sobre DSK... aunque cambió los nombres para eludir posibles demandas.Sin embargo, aquellos 125 minutos se han convertido en su estreno el pasado 27 de marzo en Estados Unidos en una película más contemporizadora de 108 minutos de metraje, en el que ha desaparecido, entre otras secuencias, el corazón de la trama: la supuesta violación. En algunos medios de comunicación, Abel Ferrara puso el grito en el cielo por atentar contra el espíritu de su obra: el cambio justificaba la violación y abría la veda para el abuso de mujeres. Y su nombre seguía como máximo responsable de una película que ya no consideraba suya, pero que usaba el reclamo de su nombre.
La culpa de este escándalo la tienen los críticos de Cahiers de cinéma. No los actuales, sino quienes inventaron la teoría del auteur a mediados del siglo XX —entre quienes estaban François Truffaut o Jean-Luc Godard, que acabaron convertidos también ellos en cineastas—, que defendieron al director como creador y auténtico dueño de las películas. Hasta ese momento, y posteriormente en muchos casos, las películas nacen del guionista, pero las ponen en marcha los productores, que reúnen el equipo y suelen convertirse en los propietarios finales del filme.
En el caso de Welcome to New York, Ferrara ha acusado a la empresa francesa Wild Bunch, un peso pesado del cine europeo y coproductora del filme, y a la distribuidora independiente estadounidense IFC de alterar su obra. Ambas empresas culpan al autor de no cumplir con su parte del trato: presentar una versión sin pornografía. “Abel es alguien muy preciso y desde su punto de vista entiendo perfectamente su enfado”, le defiende la actriz Jacqueline Bisset, que encarna a Simone, la esposa de Devereaux (Gérard Depardieu) en una entrevista con EL PAÍS . “Basado en experiencias anteriores uno sabe a lo que atenerse cuando hace un filme con Abel Ferrara: no se muerde la lengua”.
El montaje que llega a Estados Unidos, un estreno limitado a unas pocas salas y servicios de VOD, ha sido realizado por Vincent Maraval, responsable de Wild Bunch. Desde la empresa aseguran que se le ofreció a Ferrara la posibilidad de hacerlo él mismo y que por contrato debían entregar al distribuidor estadounidense una versión R —para mayores de 17 años— en lugar de la original, que había recibido la calificación NC-17, lo más parecido a un filme pornográfico. “Ferrara nunca rodó las secuencias sexuales para agradar sino para mostrar un comportamiento. Aquí no hay erotismo ni belleza”, aclara Bisset.
Ella ha visto las dos versiones y no cree que se desvirtúe su esencia: “Me gustan las dos. La historia está ahí. Habría preferido que no se cortara nada pero no veo cambio en el contenido”. “El filme”, añade, “habla de la forma en la que el mundo le da la espalda a la pobreza”.
Según cuenta Filomena Cusano, la abogada del director en The New York Times, en el contrato existía esa opción del remontaje, pero, en su opinión, “la distribuidora renunció a ese derecho en cuanto aceptó la opción de Ferrara”.
Lo que ha hecho Wild Bunch es algo habitual en la industria cinematográfica, y más aún en los estrenos en EE UU de películas extranjeras. El maestro en el remontaje es el productor y distribuidor Harvey Weinstein, conocido en el mundillo como Harvey Manostijeras. El estadounidense fue uno de los padres de la ola de cine indie estadounidense de los ochenta a través de su compañía Miramax, que también empezó a ganar dinero distribuyendo películas europeas y asiáticas, que en muchos casos Weinstein cortó o remontó. Hace unos meses contaba en Madrid el director coreano Bong Joon-ho, que cuando fue a Nueva York a defender su visión de Snowpiercer (finalmente el cineasta ganó la batalla y así se estrenó en EE UU), en la oficina de The Weinstein Company vio cómo remontaban varias películas a la vez en diversas salas de montaje. “En una estaban cambiando entera The grandmaster, de Wong Kar-wai. Y pensé que si eso hacían con él, qué no podrían manipular de mi trabajo”.
En realidad, la historia del cine está plagada de ejemplos similares: Orson Welles siempre renegó del El cuarto mandamiento (1942) porque se estrenó con una versión remontada por Robert Wise por orden de RKO. En los inicios del cine hasta los mismos exhibidores locales cambiaban las películas a su antojo, lo que provocó que existieran muy distintas versiones de clásicos como Metrópolis. Por no hablar de Blade runner, disponible con más o menos metraje, con o sin voz en off… O de Lily, la tigresa, primera película dirigida por Woody Allen en 1966. Originalmente Kagi no kagi (1965) era una película japonesa de acción de Senkichi Taniguchi.
Sin embargo, Allen la remontó, cambió su banda sonora, la dobló y creó una trama de espionaje sobre una receta de ensalada de huevo. En aquellos tiempos, Senkichi Taniguchi, su director original, no encontró un The New York Times que hiciera eco de sus protestas. Como carambola final, Allen solo dobló 60 minutos, y a sus espaldas los productores contrataron a otro actor para poner voz a otros 20 para lograr que llegara hasta unos comerciales 80 minutos. Entonces sí, entonces Allen sí montó en cólera.
No entendi
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