Es un encanto caminar por las calles adoquinadas de la ciudad colonial, entre renovados andamios, pisando las mismas calzadas centenarias recorridas por los colonizadores y los piratas del Caribe, de los que el cine ha hecho tan estupendas sagas.
Tomar un "café espresso" en un ambiente coloquial italiano, mientras la tarde se diluye en murmullos que se mezclan con el canto cercano de la noche, y el tiempo muerde levemente las paredes de las casas coloniales.
El día se esconde entre los recovecos y quicios del cielo, mientras una luna de plata, muy coqueta y sexi, se entretiene jugando al escondido entre las nubes trasnochadas y borrachas que venden su vientre, a cambio de un suspiro del lejano sol.
Un perro ladra quejosamente, talvez presagiando los fantasmas de la noche que dormitan en los campanarios de los templos coloniales, allí donde comienza el umbral del miedo.
Es entonces cuando nos damos cuenta de que tal vez debamos ya cambiar las palabras.
Que ineluctablemente tendremos que abortar en las esquinas, entre murmullos de calles que se alejan, bajo balaustrados balcones de madera, y cabellos que se entretejen tristemente, en el silencio polvoriento de una tarde citadina.
Para terminar mutilando los viejos recuerdos, con sonrisas de papeles estrujados, evocando aquella tarde de retreta y de brisa fresca, en que cantábamos "Mambrú se fue a la guerra, ay que dolor, qué dolor, qué pena".
Tan bloqueados los lisongeros baractos? Y Amaya ya no lee?
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