domingo, 9 de mayo de 2021

Cuarenta años después de su muerte, el cantante sigue siendo la figura central de la música ‘reggae’ y de su país, Jamaica

Sabemos que Bob Marley (1945-1981) todavía destaca entre las estrellas más rentables. Su puesto en el hit parade de los difuntos comercialmente activos se explica por una fama genuinamente global y por el gancho de su merchandising: cualquier producto que lleve su nombre o su imagen es vendible (y eso incluye desde textiles a una marca de marihuana). Todo lo que gira alrededor de Marley es desmesurado, incluyendo su bibliografía: unos 500 libros.


Y aun así, buena parte de su leyenda se basa en fábulas y malentendidos. Lo cual tiene sentido tratándose de Jamaica, donde —según el dicho— “no encontrarán hechos, pero sí versiones” (entiéndase como guiño a uno de tantos inventos de las discográficas locales, que multiplicaban las versiones de temas de éxito, frecuentemente a partir de una misma grabación). En general, lo que se nos cuenta de Marley requiere corrección o puntualización. Su propia existencia suele ser representada como una metáfora del colonialismo: el oficial británico blanco que deja embarazada a una chica de aldea. Resulta que Norval Marley era jamaicano de nacimiento, un ingeniero militarizado durante la Segunda Guerra Mundial que intentó ayudar al mantenimiento de su hijo Robert. Tampoco Cedella Booker fue una madre modélica: no cuidó demasiado del chaval. La vida de Cedella era intensa: antes de casarse con un estadounidense, mantuvo una complicada relación con el progenitor de Bunny Wailer, futuro compañero de su hijo en The Wailers. Y Bob necesitaba todos los apoyos posibles. En la cruel jerarquía del gueto, su piel era un handicap: le llamaban “el chico alemán” o “el pequeño amarillo”.

Imposible imaginar hoy la pobreza que conoció Bob Marley. Su viuda, Rita, recordaba jornadas en las que debía esconder su desnudez, mientras se secaba la única ropa que tenía. Y hablamos de alguien que disfrutaba de cierta reputación como cantante. Una idea de su desesperación: emigró a Estados Unidos y trabajó en fábricas de DuPont y Chrysler. La posibilidad de ser reclutado para combatir en Vietnam le hizo regresar al Caribe.


La industria musical jamaicana trató tan vilmente a The Wailers como al resto de sus artistas: fueron estafados incluso por personajes hoy santificados, como el productor Lee Perry. A cambio, tuvieron abundantes oportunidades de grabar, reflejando la ralentización del ska hacia el rock steady y el reggae. Un recopilatorio no exhaustivo, The complete Bob Marley & The Wailers 1967-1972, abarca 11 discos compactos, y eso que termina antes de su contrato con Island Records.


Abandonados en Londres por su último “descubridor”, el vocalista tejano Johnny Nash, The Wailers se acogieron a la protección de Chris Blackwell, inglés blanco criado en Jamaica. Aunque los puristas prefieran los crudos discos anteriores, el fundador de Island concibió la enorme audacia de encaminar al grupo hacia el mercado contracultural, añadiendo sintetizador y guitarra rock a las sesiones jamaicanas. No regateó en presupuestos y consiguió álbumes luminosos, bellamente empaquetados. También es cierto que Blackwell rompió The Wailers, originalmente un trío vocal al estilo de The Impressions, para lanzar a Bob como solista. Una jugada realizada con la complicidad de Marley, que calló cuando se hizo creer a Bunny Wailer que debían actuar en el circuito gay estadounidense (anatema para un rastafariano) y que no calmó el ego del tercer miembro, el sulfuroso Peter Tosh.


El mito de Marley como Che-Guevara-con-rastas tampoco se sostiene. Por sus creencias, abominaba de la política, y solo su preeminencia le empujó a mediar en el enfrentamiento homicida entre los principales partidos de la isla, el JLP y el PNP; de hecho, manifestaba cierta simpatía por el derechista Edward Seaga [primer ministro de Jamaica entre 1980 y 1989], quien al menos exhibía sensibilidad musical. Sufrió un misterioso atentado, base de la celebrada novela Breve historia de siete asesinatos (Malpaso), de Marlon James.


Fuera de algunos gestos cara a la galería, Marley no ejercía de militante del black power. Pretendía establecerse como estrella internacional y, a tal fin, colaboraba con disqueros, publicistas, periodistas blancos. Se ocupó personalmente de que muchos plumillas de visita a Jamaica sobrevivieran en lo que, a pesar del barniz turístico, era un país del (perdón) Tercer Mundo, con un venenoso clima racial y una violencia brutal. Queda por hacer el retrato de Marley como hombre de negocios a escala jamaicana, empeñado en controlar los medios de producción con Tuff Gong, estudio y discográfica. Buscaba ganar público negro, lo que explica sus costosos acercamientos a África y la humildad de ejercer como telonero de grupos en cierto declive, como Sly & the Family Stone o The Commodores.


Su prudencia empresarial le falló cuando cayó enfermo. Los prejuicios rastafarianos le impidieron buscar tratamientos sensatos frente al melanoma, aunque finalmente optó por dudosas terapias alternativas. Los sabios de la tribu ofrecían consejos inútiles: solo las féminas que le rodeaban se atrevieron a cortar sus dreadlocks, la mata de pelo que le impedía dormir. Los mismos mentores le disuadieron de hacer testamento, a pesar de que dejaba varias mujeres, un mínimo de 11 hijos y una maraña contractual. Ejércitos de abogados consumieron millones de dólares en batallas judiciales entre presuntos herederos, administradores de su legado y antiguos asociados que aspiraban a una porción del pastel. Pocos se quedaron contentos.


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NIURKA BAEZ,
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