La publicación en 1947 de En el búnker con Hitler, el testimonio directo de Gerhard Boldt, ofreció por primera vez una visión desde dentro de los últimos días del III Reich en el Führerbunker de Berlín. Este relato, que antecede a otros clásicos sobre el colapso nazi, se ha recuperado recientemente en una nueva edición en español, permitiendo acceder a una mirada lúcida y desilusionada sobre el final de Adolf Hitler y su círculo más cercano.
Gerhard Boldt, nacido en Lübeck en 1918 y fallecido en 1981, era un joven capitán de la Wehrmacht de 27 años cuando fue admitido en el búnker subterráneo de la Cancillería, el último refugio de Hitler. Su experiencia, recogida en el libro originalmente titulado Die Letzten Tage y traducido al castellano en 1973, se distingue por la perspectiva de un oficial de Estado Mayor acostumbrado al frente, encargado junto a su camarada Freytag von Loringhoven de preparar los informes de situación militar para el líder nazi. Ambos compartieron aquellos días en el búnker, en un ambiente que Boldt describe como “tan soez como cruel”.
El relato de Boldt comienza en febrero de 1945, cuando asiste por primera vez a la Conferencia del Führer, la reunión diaria de los altos mandos militares en la parte superior de la Cancillería, ya gravemente dañada. El joven oficial detalla la estricta seguridad impuesta por las SS, que incluía la retirada de armas y la inspección minuciosa de los maletines.
En ese entorno, Boldt retrata a figuras como Bormann, a quien califica de “espíritu maligno entre bastidores”, y a otros jerarcas como Keitel, Jodl, Doenitz —aficionado a la ginebra—, Goering y Himmler. El oficial muestra especial antipatía por el general de las SS Fegelin, descrito como arrogante y “con la descarada seguridad de un cuñado”, y por el brutal Kaltenbrunner, jefe de la oficina central de seguridad del Reich, cuyo apretón de manos “te hace crujir los dedos”. En contraste, Boldt considera honesto a Axmann.
En ese entorno, Boldt retrata a figuras como Bormann, a quien califica de “espíritu maligno entre bastidores”, y a otros jerarcas como Keitel, Jodl, Doenitz —aficionado a la ginebra—, Goering y Himmler. El oficial muestra especial antipatía por el general de las SS Fegelin, descrito como arrogante y “con la descarada seguridad de un cuñado”, y por el brutal Kaltenbrunner, jefe de la oficina central de seguridad del Reich, cuyo apretón de manos “te hace crujir los dedos”. En contraste, Boldt considera honesto a Axmann.
En la antesala del refugio, Hitler solicita a Boldt un informe. El joven oficial relata: “El temblor de su cabeza me pone extremadamente nervioso. Debo concentrarme para no perder la compostura cuando agarra el mapa con una mano temblorosa y juguetea con él”. Hitler, cada vez más vacilante e indeciso, confía en la desunión de sus enemigos, bolcheviques y anglosajones, mientras maneja ejércitos fantasma y alimenta esperanzas imposibles.
En medio de la desintegración del régimen, el consumo de alcohol es generalizado. El 29 de abril, Fegelein es ejecutado por intentar huir, en lo que Boldt considera un macabro regalo de bodas para Eva Braun. Con los soviéticos a las puertas, Boldt y Von Loringhoven presentan a Hitler un plan para atravesar las líneas enemigas y reunirse con el ejército de Wenck.
Sorprendentemente, Hitler aprueba la propuesta y sugiere que Bormann les consiga una lancha motora eléctrica para cruzar desde el Havel hasta el Wansee. Solo un día después, Hitler se suicida junto a su esposa, cuyos cuerpos serán incinerados.
Boldt logra escapar del búnker y, tras evitar varias veces caer en manos de los soviéticos y atravesar el zoológico de Berlín, llega el 19 de mayo a su casa en Lübeck disfrazado de trabajador francés, enfermo y exhausto. Su testimonio, que aporta una perspectiva singular y directa sobre el derrumbe del régimen nazi, sigue siendo una fuente imprescindible para comprender el ambiente claustrofóbico y el desconcierto que marcaron las últimas horas del III Reich.(The New York Times)





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