La fotografía y las formas del olvido
El mundo ha perdido su inocencia y se sostiene en la fragilidad de una mirada fragmentada por los tiempos de exposición con los que el obturador ralentiza nuestra espectralidad.
Vivimos en un universo frío, la calidez seductora, la pasión de un mundo encantado es sustituida por el éxtasis de las imágenes, por la pornografía de la información, por la frialdad obscena de un mundo desencantado. El desafío de la diferencia constituye al sujeto especularmente, esto es, a partir de un otro que nos seduce o al que seducimos.
Seducir es, para Baudrillard, abolir la realidad y sustituirla por la ilusión en el juego de las apariencias, en cambio, lo hiperreal representa la saturación icónica de nuestra cultura posthistórica; la estetización de la experiencia donde la realidad retrocede frente a sus imágenes, que se reproducen al infinito sin dejar espacio para ilusión alguna. En un espectáculo que clausura la mirada en el éxtasis de la comunicación y de la hipertrofia de la información. El furor de la imagen, el frenesí de lo real.
El espacio de la ilusión desaparece en la fractalidad metastásica de lo real.
La imagen busca exorcizar al discurso que podría fijar lo real. La fotografía una estrategia de inclusiones inexorables, en la cual la distancia entre unos y otros se va horadando. A tal punto que el sujeto fotográfico ya no es el personaje, ni el fotógrafo ni el espectador: no hay un simple otro en la foto, hay un heterónimo; esto es, un sujeto hecho de tres personas distintas cuya suma es imaginaria. La prueba del gran fotógrafo es evidente: no busca ilustrarnos o escandalizarnos, no nos hace meramente boyeristas. Nos da una función configurativa del escenario: no estamos en la foto, estamos en su grafía.
La saturación y exceso iconográfico, la exacerbación de imágenes de registro puede resultar en una patética modalidad de desaparición, un particular modo de arribar al grado cero de lo real, una realidad neutralizada por la saturación de imágenes, una simulación desencantada en un horizonte que se constituye más allá de todo sentido. Las fotografías son, en este sentido, tanto un modo de certificar la experiencia, como de rechazarla.
Coleccionar fotografías es coleccionar el mundo. Las fotografías son una fragmentación de la vida, un modo de captura, de congelar o detener el flujo experiencial, el transcurrir vital, en su radical continuidad. La cámara, por su parte, es el arma ideal para esta captura, es el ejercicio ortopédico de la conciencia en su afán adquisitivo.
Hay algo predatorio en el acto de registrar una imagen. Transforma a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente. Así como la cámara es una sublimación del arma, fotografiar a alguien es cometer un asesinato sublimado, un asesinato blando, digno de una época triste y atemorizada.
Todas las fotografías son momentos de muerte. Tomar una fotografía es participar de la mortalidad, vulnerabilidad porque seccionan un momento y lo congelan, todas las fotografías atestiguan el paso decapitado del tiempo.
La fotografía es el inventariado de la mortandad. Una ceremonia para investir un momento de ironía póstuma.
El sujeto mediático es, por naturaleza, decrepito y obsceno. Su voluptuosidad fractal lo convierte en un monstruo transparente. Un espectro de vomitiva extroversión, desprovisto de toda interioridad.
Esta ausencia de una distancia mínima conduce a la abolición de toda escena, la obsesión de transparencia comunicacional convierte al sujeto en un devorador de imágenes, siendo, a la vez, sólo un punto indiferenciado en el universo maquinal de los medios, fractalidad de un sujeto que queda reducido a una retina, superficie efímera de inscripción de destellos fugaces.(Adolfo Vazquez Rocca)
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