Bailando hasta la eternidad
Hace aproximadamente cinco
años, en vista de la oscura pendiente por la que empezaba a deslizarse
la industria cinematográfica, el cineasta y ahora novelista Manuel
Gutiérrez Aragón anunció que se retiraba de la dirección. Acababa de
rodar Todos estamos invitados, una ficción ambientada en la
situación política del País Vasco en los años noventa, pero antes de
despedirse definitivamente de la profesión, Aragón quiso zambullirse
en una singular historia cubana que alguien le contó y que le dejó
deslumbrado. El resultado fue Música para vivir (2008), un
documental que recrea la aventura vital de un grupo de amigos muy
especiales, conocidos en La Habana como los bailadores de Santa Amalia.
La historia de estos bailadores
de jazz, que dejaron impresionado al trompetista Dizzy Gillespie cuando
los conoció durante un viaje a Cuba, a finales de los ochenta, cumple
estos días la friolera de 65 años. Desde aquellos tiempos (y hablamos de
1948), sus protagonistas más veteranos no han dejado de bailar, excepto
los que se han retirado de este mundo, como la santera Paulina
Ugarte, que hasta el día de su muerte guardó en dos vasos de agua los
espíritus de Nat King Cole y de Ella Fitzgerald en un altar dedicado a
Ochun, la diosa de la tierra y de la sensualidad en la religión
afrocubana.
Fue, precisamente, el embrujo
del cine el que inoculó en este grupo de amigos el veneno de bailar
jazz. Papito, que a sus 85 años es el mayor de todos, recuerda la
fascinación que les produjo ver por primera vez en acción a Bill Robinson en Stormy weather, y los pasos acrobáticos de los Nicholas Brothers,
al ritmo de Cab Calloway, en esa famosa película de la Fox. Aquellos
musicales negros que Hollywood filmó con gran éxito en los años cuarenta
los veían en los cines de barrio –costaba 10 centavos de dólar la tanda
de dos películas–, y ante la pantalla, ellos quedaban extasiados con la
música y los números de claqué que incluían aquellas superproducciones,
como la famosa Cabin in the sky (1943), de la Metro Golden Mayer, donde Louis Armstrong hacía de discípulo de Lucifer.
“Cuando, después, los
Nicholas Brothers vinieron a actuar a La Habana, fui a verlos al
teatro Campoamor. Fue un impacto… Desde entonces no he parado”, asegura
Papito, el único del grupo que aprendió a bailar tap y que se dedicó a ello profesionalmente antes de la revolución.
Como Roberto Manzano, Juan
Picasso, Lázaro, Noemí y otra docena de bailadores, Papito no falla a
las reuniones que se celebran el primer sábado de cada mes en casa de
William en el barrio de Santa Amalia. William es hijo del finado
Gilberto Torres, legendario torcedor de puros de la fábrica Romeo y
Julieta que fue el alma del grupo y el fundador de la peña, inaugurada
como un refugio en el salón de su casa allá por los sesenta, cuando el
jazz era considerado en la isla un ritmo enemigo.
“Algunos burócratas decían que
esa música era un instrumento de penetración ideológica, y yo les
contestaba: ‘Oiga, caballeros, ¿penetración de qué? Míreme aquí, a mí
nadie me ha penetrado”, cuenta Manzano, uno de los protagonistas de la
película de Gutiérrez Aragón. El humor de Roberto Manzano es famoso en
la peña, igual que su habilidad para pintar y dibujar a plumilla. Dos
retratos suyos presiden la sala de esta casa, también conocida como La
Esquina del Jazz: uno de los cuadros es de Dizzy Gillespie, quien visitó
el lugar y compartió con ellos una tarde gloriosa de baile y rones; en
el segundo, el difunto Gilberto mira de reojo a sus amigos.
En las paredes de esta antigua
bodega hay fotos de grandes del jazz recortadas de revistas: Duke
Ellington, Charlie Parker, Sarah Vaughan, Billie Holiday y, por
supuesto, su querido Nat King Cole… Junto a ellos, imágenes de algunos
de los músicos que han compartido sesiones memorables en Santa Amalia a
lo largo del tiempo: Gillespie, Carmen McRae, Roy Hargrove, los
pianistas Chucho Valdés y Frank Emilio. El recuerdo de aquellos buenos
momentos permanece en esos retratos amarillos, pero también en su
memoria.
Lázaro Montero y Noemí Suárez
rondan los 80. Se conocieron bailando en los cincuenta y desde entonces
no se han separado. Su historia, como la del resto del grupo, viene “de
lejos”, de cuando La Habana estaba llena de centros nocturnos y era “el
mejor lugar del mundo” para escuchar música en vivo. Las orquestas
competían por poner cada día nuevos ritmos a los pies de los bailadores;
estaban Arcaño y sus Maravillas, Arsenio Rodríguez, Fajardo… “Eran
decenas de agrupaciones de primer nivel y constantemente estaban
innovando e incorporando las últimas influencias”, recuerdan.
Israel López Cachao experimentaba por aquel entonces con el danzón mambo. Bebo Valdés, inventor del ritmo batanga, tocaba en Tropicana. Frank Emilio empezaba a hacer jazz afrocubano, y el movimiento del filin daba sus primeros pasos.
Gilberto, Lázaro, Noemí y el
resto del grupo salían juntos muchas tardes y navegaban, de local en
local, por el proceloso mar de la noche habanera. Iban a la sociedad de color
Juan Gualberto Gómez, en Regla, donde todos los fines de semana había
concierto. O al Isora Club, en la calle de los Melones, al que Coralia
López, hermana de Cachao, dedicó un danzón famoso. También estaba el
bodegón de Goyo, cuya vitrola era famosa por tener el mejor jazz del
momento, y El Gato, un garito pequeño y lleno de humo en el barrio chino
donde llegaban los músicos a “hacer el resumen” al acabar la noche.
En realidad, todos empezaron
bailando música cubana y, poco a poco, el jazz se fue apoderando de su
espíritu. Juan Picasso explica que, por aquellos años, muchos músicos
norteamericanos viajaban a La Habana para tocar en pequeños clubes con
sus colegas cubanos. Casi todos los fines de semana había descargas.
“Una vez, en una fiesta de santo me encontré a Sarah Vaughan bailando
rumba y cantando”, recuerda. “Nat King Cole podía estar en Tropicana y,
al mismo tiempo, en el club Habana 1900 del Vedado, presentarse Zoot
Sims. Era otra Habana…”. Así fue hasta que “se acabó la diversión /
llegó el comandante y mandó a parar”, que cantaría después Carlos
Puebla.
Con el triunfo de la revolución
las cosas cambiaron. El grupo de amigos, la mayoría negros y mulatos de
origen humilde, apoyó a Fidel Castro. “Sin saber lo que nos caería
después”, bromea uno de los bailadores.
En los sesenta empezaron a
cerrar los bares y los cabarés. Algunos clubes se reconvirtieron en
círculos sociales obreros y las vitrolas fueron despareciendo. Tras la
invasión de Bahía de Cochinos, la revolución se radicalizó más, y a
algunos dirigentes y burócratas se les ocurrió que la influencia de Ella
Fitzgerald podía ser fatal para las nuevas generaciones. El jazz fue
vetado y no se programó más por la radio y la televisión. No servía para
formar al hombre nuevo.
“El grupo se desperdigó. De una u otra forma, todos estábamos en
la revolución y no había tiempo para nada, pero además ya no quedaban
sitios para reunirnos a escuchar la música que nos gustaba”, recuerda
Lázaro. A veces se encontraban en casa de alguien y bailaban, pero
esporádicamente. Fue entonces cuando Gilberto prometió que el día en que
tuviera una vivienda decente, esa sería la casa del jazz.
A finales de los sesenta,
Gilberto Torres y su familia se mudaron al barrio de Santa Amalia, a una
casa que hacía esquina frente al parque. Poco a poco la fue arreglando.
Primero habilitó la sala como pista de baile, después le fabricó una
barrita… El grupo volvió a reencontrarse y las jam sessions
recomenzaron. “Todos los fines de semana nos reuníamos. Giberto lo ponía
todo: el lugar, los tragos, la comida; nosotros solo aportábamos el
ritmo y los pies”, dice Roberto. William recuerda cómo en varias
ocasiones la policía se llevó a su padre: “Pasaban de patrulla y
escuchaban la música norteamericana. Le formaban problemas, y, como él
no se callaba, acababa en la comisaría”. Pero la peña resistió, y tras
los grises años setenta llegaron los ochenta y el jazz cubano fue
ganando espacios. Al ritmo de Bobby Carcasses, Frank Emilio, Arturo
Sandoval y Chucho Valdés, los festivales de jazz de La Habana fueron
haciéndose internacionales.
Dizzy Gillespie viajó a Cuba en
varias ocasiones y quiso visitar el solar donde se crio Chano Pozo, el
percusionista cubano con quien a finales de los cuarenta revolucionó el
jazz al introducir una nueva sonoridad afro que dio origen al bebop.
Un día, Gillespie asistió a una de las peñas de Santa Amalia y se quedó
fascinado con el arte de aquellos hombres y mujeres. Les invitó a
presentarse con él en un gran concierto en el teatro Carlos Marx de La
Habana. Roberto asegura que fue una de las noches más memorables de su
vida. “Bailamos Manteca, en homenaje a él y a Chano Pozo”.
Paradójicamente, con el periodo especial,
en los noventa, empezaron a reabrirse algunos locales de jazz como La
Zorra y el Cuervo, y mientras el país se adentraba en la pesadilla de la
crisis, ellos siguieron bailando. En pocos años, el transporte público
casi desapareció. Los precios de los mercados agropecuarios quedaron
fuera del alcance de sus pensiones, pero Roberto, Picasso y todos los
demás siguieron adelante.
Al principio se reunían todos
los fines de semana. Luego, debido al calvario de la gua-gua, dos veces
al mes. Ahora, la cita es el primer sábado de mes en casa de William,
que pone la música en un viejo equipo estéreo. Son piezas de toda la
vida: The party is over, de Ellington; Nat King Cole con la orquesta de Billy May y On route 66; también Coltrane, Oscar Peterson, y así, hasta Norah Jones y el jazz de hoy, pero siempre con un sonido clásico.
Cualquier sábado que se reúna
la peña, uno puede aparecer sin avisar en Santa Amalia y pasar con ellos
un rato bailando, pues este espacio está abierto a los jóvenes. Algunos
de los veteranos, como Paulina, ya se han despedido desde que Gutiérrez
Aragón rodó el documental. Otros, como Picasso, están enfermos y
mayores, pero resisten. Manzano sigue al pie del cañón: “Se lo digo muy
en serio: estamos vivos gracias al jazz. Si no hubiera sido por estas
sesiones, no sé que habría sido de nosotros”. Dice Roberto que para
ellos el jazz es compañerismo, amistad. Y también libertad e ilusión
para vivir. “A veces, uno se pregunta quién será el próximo… Algo es
seguro: mientras quede vivo uno solo de nosotros, seguiremos viniendo
aquí a bailar”. (Mauricio Vicent/El País)
bueno chico te dire que es verdad todo esto,gilberto torrez cuando grabo caballo de la sabana ahi acababa yo de regresar de guanajueato mexico la ciudad de plata y era haciendo un estudio de ciertas momias de antaño porque eso es parte de la tradicion de alli entonces,me encuentro con valladares simeon creador de los cuentos de rosendo rusell y platicamos sobre ciertos puntos donde me decia que este ritmo jazz venia de soltire all star una de las mas luminantes estrellas del firmamento que expide ese tipo de diferentes sonidos ritmico encantadores.
ResponderEliminarEl cubano es un pueblo jacarandoso y fiestoso, q. conozco por las veces en q. he ido, y no me conformo con los "shows" de Tropicana y hoteles. En el pueblo hay un mundo de grandes posibilidades.
ResponderEliminarQue viva CUBA.
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