El veneno del teatro
Madrid.-Como decíamos ayer, el poder del teatro (ese arte pobre y efímero, frágil y artesanal) es de tal magnitud que todo avatar adverso a él, que todo ataque, daño colateral o frontal que lancen a su centro neurálgico, a su capacidad de supervivencia, no hace que pierda su fuerza, su capacidad mágica, casi sobrenatural, su condición de estandarte sólido e inexpugnable del ser humano.
Si nos atenemos a los argumentos de Aristóteles, el primer teórico del teatro, son ya veintisiete siglos hurgando en lo más profundo de la condición humana. O si partimos del florecimiento de los primeros grandes dramaturgos de la historia, tan sólo hablaríamos de un siglo menos, de esa época en la que el teatro gozó de un auge derivado de su vinculación esencial con la democracia ateniense como régimen político.
Guerras, pestes, revoluciones, hambrunas, invasiones... cualquier calamidad sobrevenida no ha podido acabar con este género artístico. El único arte que necesita de un ritual compartido, al que nada humano le es ajeno, el único que es social incluso cuando pretende no serlo.
Si nuestra vista se vuelve a los últimos cien años, encontramos brutales empellones dirigidos a los órganos más vitales de las entrañas del mondongo (que diría Valle-Inclán) del teatro. A pesar de tantas agoreras predicciones, ¿por qué la radio, el cine, la televisión no han podido con el teatro?
El teatro es territorio donde todo lo que emerge es verdad, donde la autenticidad invade hasta el punto de hacernos estremecer, como no lo consiguen el cine, la literatura, la música... Benditas artes, pero todas ellas violadas y maltratadas por la libertad de Internet, que ahoga, con resultado de muerte en muchos casos, a creadores que ven cómo, además de no poder vivir de su trabajo, éste es usurpado e invadido por los descerebrados e irresponsables defensores del gratis total. Sistema atroz de lanzar a esos territorios a los que nunca tendrían que haber llegado, no sólo a artistas de mundos de ficción, de paisajes poéticos sonoros y visuales, sino también a investigadores y estudiosos de todos los saberes que ven cómo sus trabajos son bajados de Internet.
En ese territorio, el teatro transita con las defensas que le proporciona su privilegiada condición de no poder ser robado a través de las descargas en la Red. Por fin algo que le ayuda en su supervivencia y le reconfirma como territorio inexpugnable donde sobrevive la verdad.
Y lo peor, por más evitable. El aumento por parte del Gobierno de Mariano Rajoy al 21% del IVA cultural; todo un tiro de gracia en el caso del teatro, que no se puede entender, por lo tanto, sin la voluntad de producir su muerte. Porque los que han apretado el gatillo tienen hace tiempo los datos, proporcionados por las gentes del teatro, que demuestran que esa puñalada trapera no sirve ni para recaudar más impuestos, ni para atraer espectadores y, menos aún, para animar a creadores y productores a generar nuevos trabajos. ¿Han olvidado (o quizá nunca han sabido) que el teatro no es una industria, sino más bien una actividad artesanal realizada con mimbres vulnerables y frágiles?
¡Pero ni por esas! El veneno del teatro (uno de los títulos fundamentales del teatro contemporáneo español) tiene más propiedades activas que nunca, tantos siglos después de que la participación en la escena, tanto de quienes lo crean como a quienes va dirigido, se convirtió en parte importante de lo que se entendía como ser ciudadano de una democracia.
Y ahí tenemos a los profesionales del teatro con la soga al cuello, pero recibiendo en los espacios escénicos a espectadores entusiastas que llenan teatros públicos, privados comerciales, alternativos, marginales, innovadores, logrando un fenómeno que no se veía desde la época de los corrales de comedias, cuando una misma representación era compartida por reyes y pueblo llano.
Públicos diversos aplaudiendo hasta la extenuación, señoronas de pieles y alhajas compartiendo entusiasmo y emociones con greñas y rastas lechosos y poco curtidos, en locales y barrios cuya base social transita de los pudientes a los marginetas. Incluso las explosivas clases medias del capitalismo del consumo de masas han tratado amablemente al teatro, al menos como no lo han hecho con artes, atracciones o deporte alguno.
Un veneno, este del teatro, que no sólo no mata, sino que insufla vida como si de un dios que sabe de justicia poética se tratara. Mientras, los teatreros se afanan en dar una lección moral a los inmorales y amorales emisarios y portadores de un tánatos escénico, que nunca llegará, porque estamos ante una gran verdad de la condición humana. Mientras, esta suerte de malditos enterradores del tres al cuarto no se han enterado de que el teatro es inmortal.
Rosana Torres-El País
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