"Quería mirarla a los ojos", repetía desconcertada una turista argentina mientras dejaba atrás a decenas de personas que, como ella, buscaban observar y fotografiar con su celular la popular pintura de La Gioconda, o la Mona Lisa, que se exhibe en el concurrido museo del Louvre de la capital francesa.
La turista se quedó con el deseo de que los ojos de la Mona Lisa la sedujeran y la siguieran por donde se moviera en la sala.
El Louvre: museo más visitado del mundo
La idea de que todas las obras del Louvre se pueden contemplar sin interrupción, en un ambiente silencioso como el de una catedral, es una utopía para un recinto que recibe entre 25,000 y 30,000 visitantes al día, en promedio.
No en vano se considera el museo de arte más visitado del mundo. Y todos —o casi todos— quieren una foto de la famosa Mona Lisa y con la Mona Lisa.
Es imponente la sala de los Estados, donde se exhibe La Gioconda, del pintor italiano Leonardo da Vinci. Pero no solo por el protagonismo de este cuadro inacabado por su autor, que retrata a Lisa Gherardini, sino también por las otras importantes pinturas que aquí se muestran, como:
"Las bodas de Caná", un lienzo gigantesco ubicado justo frente a La Gioconda, autoría del italiano Paolo Veronese. Pintado al óleo entre 1562 y 1563, su gran tamaño evoca un mural. La escena que recrea mezcla lo profano con el relato bíblico de la boda en la que Jesús convirtió el agua en vino.
Este cuadro, en el que el pintor se esmeró en cada detalle —hasta en los perros que comparten entre los comensales sentados en una larga mesa—, acapara la atención de los cientos de visitantes que fluyen por la sala de los Estados.
Pero no se agolpan para verlo como lo hacen frente al cuadro más pequeño de enfrente. Ese que está protegido por un cristal transparente y una cinta que retiene a los espectadores.
El de esa mujer que llegó en 1516 con Da Vinci a Francia, plasmada en una tabla de madera de álamo, y que fue comprada en 1518 por el rey Francisco I.
Con esa sonrisa insinuante, la Mona Lisa cautiva al visitante que la busca, que la persigue siguiendo las indicaciones colocadas en los pasillos y escaleras para llegar hasta ella y así —con redundancia incluida— verla con sus propios ojos.
Más allá de La Gioconda
Fuera de la sala de los Estados, el murmullo y el gentío no son tan distintos, pero un aglomeramiento como el que provoca La Gioconda, ninguno.
Quizás se le asemeje el de la estatua griega de la Venus del Milo, donde también hay que abrirse espacio para contemplarla sin que alguien se fotografíe a su lado. O el de la imponente Victoria de Samotracia, aunque las majestuosas escaleras que conducen hacia ella ayudan a dispersar la multitud.
- —¿Todos los días hay tanta gente en el museo? —se le pregunta a una empleada.
- —Todos los días —responde.
- —¿Hay temporada baja?
- —Ninguna.
- —¿Hay algún lugar tranquilo, donde se perciba ese silencio que se espera en un museo?
- —Sí.
La empleada explica cómo llegar al ala Richelieu. Aquí se escucha ese murmullo silencioso que envuelve una exposición. La gente camina por el patio de Puget, un espacio on decenas de esculturas que antes adornaban jardines reales y plazas parisinas.
Hay desnudos y una cabeza imponente de Napoleón. Aquí, el museo es apacible y tiene un aire distinto.
El Louvre es inmenso. Muy concurrido. Muy histórico. Tanto, que en sus anales fue un castillo. Los tesoros que conserva desde que se fundó en 1793 son invaluables. Y sí, la anhelada foto con la Mona Lisa no siempre se puede lograr con tranquilidad. Mucho menos admirarla y mirarla a los ojos.
"En serio, yo quería mirarla a los ojos, directamente", fue lo último que se le escuchó decir a la turista argentina, antes de perderse entre la multitud.
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NIURKA BAEZ,
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